
Todos sabemos que padecer una enfermedad nos ubica en un plano existencial distinto del que no la posee. Enfermarse es un síntoma inequivoco de la debilidad de la existencia humana y se convierte en un imprevisto que, no sé porque extraña razón, no es previsto.
Nos acostumbramos a la salud, sabiendo que ella no es más que un instante, a veces más largo otras más breve, de la ausencia del padecimiento. El que sufre padece un sufrimiento, el enfermo padece una enfermedad. Un enfermo logra en el mejor de los casos enfrentarse con aquella realidad que siendo en él, le es ajena; mirar la vida desde el padecer. El pathos nos permite recobrar la importancia de nuestro cuerpo, que en estado saludable, no es más que un instrumento inconsciente de la vitalidad que mostramos. El padecer es un monumento a la fragilidad, a la constatación empírica y, porque no, ontológica, de la carencia existencial; el enfermo no es más que el gráfico mostrario de la inanidad inminente.
El enfermo está llamado a hacernos vibrar con el regalo de la vida, a no acostumbrarnos a la inmortalidad del existir. El enfermo, es el icono inverosimil de la convivencia con la muerte, y por lo tanto, a vivir auténticamente la vida.
El enfermo es, a fin de cuentas, nosotros mismos en estado patente de padecimiento. Por lo mismo, la enfermedad es un contagio, ¡qué lamentable si no lo fuera!, del futuro más próximo que seremos.
La publicitada pandemia de influenza humana que los medios de comunicación nos han hecho padecer es antagónicamente distinta a mis anteriores reflexiones. Al enfermo, se le aisla para no contagiar a otros, para no hacernos padecer su enfermedad. El enfermo, mostrario de la fragilidad humana, se le encapsula y se lo remite a vivir ajeno a los otros. Convirtiéndolo en un ajeno a sí mismo, a alienarse, por culpa de un padecimiento que, según otros, no somos dignos de compartir. El contagiado, insisto en la palabra, es un contagiado del padecimiento que en el enfermo sufre toda la especie humana. Unos la vivirán más radicalmente otros, en menos intensidad.
Al enfermo se le aisla para que no nos contagie la certeza de la precariedad de la vida, para que no nos llame a meditar sobre las seguridades infundadas sobre las cuales cimentamos nuestros actos y proyecciones. La enfermedad, no es bienvenida en el bullicioso mercado de aquellos que venden inmortalidades. La enfermedad es lo contrario al confort de los ilusos que abundan por miles de millones. Ese es el contagio al que no estamos dispuestos afectarnos. Nos cuesta trabajo reconocernos pacientes y estamos sentados sobre la butaca del agente. Ocultamos el sufrimeinto porque en última instancia, es el corolario del fracaso último y definitivo de todo lo que hacemos y vivimos. El corolario de deseos inexplicables por lo seguro que son; mañana nos vemos, dejemoslo para otro dia y otros a largo plazo. La enfermedad es la prognosis de lo que puede ser de manera cierta.