viernes, 27 de abril de 2012


EDUCACIÓN:
LA NECESIDAD DE TOMARSE EN SERIO LA DEMOCRACIA


Ricardo Montes Pérez
Licenciado en Educación
Magister en Ética Social y Desarrollo Humano
Doctor en Filosofía

¿Qué educación necesitamos para estos tiempos? ¿Para qué educar hoy? ¿A quién educar? ¿Qué significa educar en democracia? Son preguntas que nacen de una primera aproximación reflexiva sobre lo que acontece y que me permito esta tarde señalar (tal vez sólo ello podamos en este espacio) algunas pequeñas palabras que deseo compartir con ustedes.

La filosofía y con ella toda reflexión que pretenda usarla como genitivo, tiene tres funciones que le son insoslayables: una función crítica, una función teórica y una función propositiva o utópica. La primera función pretende hacerse cargo de la realidad, analizando lo que acontece, ponderando la coherencia que esta tiene con el ser humano y con la búsqueda de su felicidad. La función utópica busca una visión lo más clara posible de lo que algo es. Y la función utópica es aquella que refiere a los desafíos que ésta presenta, los ámbitos de sentido y de valor que nos permitan iluminar nuestras decisiones.

a)     Momento Crítico:


En relación con el primer momento podemos aventurarnos a decir que estamos asistiendo a un hito que puede ser considerado histórico y que tiene como protagonistas a los estudiantes chilenos que buscan y exigen, con personalidad, creatividad, nobleza y urgencia, cambios en la forma de entender la educación y que signifiquen un acceso igualitario de todos los hijos de esta patria a una educación pública de calidad, lo que conlleva no sólo otorgar nuevos aportes económicos significativos que preserven este derecho, consolidado por la Constitución y que conforman uno de los ideales de la declaración Universal de los Derechos Humanos, sino hacer accesible a todos, sin consideración, de una educación al modo humano. Un movimiento que puso en la mesa de las familias chilenas la discusión por el ideal de persona y de país que queremos; un movimiento desafiante de los poderes políticos y especialmente fácticos, encarando con claridad y agudeza las interrogantes de pseudos pensadores que aparecen en televisión una vez a la semana y que, como buenos exponentes del sistema económico y político imperante, pretenden defender la tranquilidad cómplice de millones de chilenos que parecen adormecidos en sus conciencias a la espera, siempre lejana, del rebalse económico para poder gozar de bienes superficiales garantizados en televisión.

Asistimos, sin lugar a dudas, a una etapa en el que las formas clásicas de entender la democracia se tornan agónicas y dan paso a espacios nuevos y creativos, participativos por esencia, en la que los ciudadanos tienen la última palabra que destrona linajes, opone verdades a las mentiras, saca a la luz (aletheia) una nueva forma de comprender lo social y de comprender a la persona. Un conflicto que tiene como raíz el enfrentamiento de diversos modos de entender el legado que la modernidad nos ha dejado, expresado epopéyicamente en los ideales de la revolución francesa; Libertad, Igualdad y Fraternidad.

Pero ¿Por qué este movimiento tiene tanta fuerza? Pueden existir diversas explicaciones que den cuenta de ello, pero a mí me parece atingente situar sólo una; la necesidad de que en Educación nos tomemos en serio la convivencia democrática. Este tomarse en serio la democracia implica cuestionar profundamente las ideas de fondo que orientan nuestro sistema educativo, que lo empobrecen de sentido y le otorgan un carácter meramente instrumental, con vistas a objetivos meramente económicos y tecnológicos que la hacen ser una pieza insostenible que pone en peligro nuestras instancias de democracia. Nietzsche ya afirmaba hace unos siglos atrás que esta sociedad promueve una cultura ganadora, que busca que las personas puedan obtener rápidamente dinero, transformando el pasar de la vida en un trámite, ojalá vertiginoso que nos permita rápidamente obtener más dinero.

Vivimos en una cultura centrada en el consumo, partiendo por el consumo más básico hasta la invención de magníficas necesidades para justificar magníficos consumos. La salud, la Educación y la Vida giran en torno a la maquiavélica dictadura de la lógica utilidad – ganancia – consumo. Sin lugar a dudas, todo aquello que somos ha dado paso al todo aquello que tenemos, como queriendo sostener con ello la supremacía de un concepto de persona y sociedad en la cual sólo es digno de una vida digna aquel que puede sobrevivir. Así la preocupación central de nuestras familias es el modo en cómo sobrevivimos adecuadamente ante un sistema despiadado que si no posees los recursos necesarios para ello, lo más seguro, es que la muerte se adelante o la vida se transforme en un querer desear la muerte angustiosamente. Lo externo es, para nuestras sociedades, ontológicamente más decidor que lo interno. Y si lo interior fuese importante es porque hay algunos que han colmado tanto lo externo que tienen tiempo (y dinero) para ocuparse de lo interno. Tal vez, por ello, la filosofía ya no sirva en estas sociedades porque ella es esencialmente una preocupación por lo interno que, por estar volcados hacia fuera, no hay cabida a tan inútil expresión de la realidad.

Estamos sometidos en una cultura de la ocupación que, para hacerla efectiva, exige previamente nuestra preocupación. Las personas viven ocupadas en “lo suyo”, en aquello que les dará dividendos, en la centralidad de lo económico cuya espada señala lo realmente importante. El secreto está en pasar, esencialmente, pasar y no pensar. Quien piensa pierde su tiempo en querer dilucidar cuestiones que, bien merecen, no ser pensadas. Vivimos en el agotamiento diario que nos hace llegar cansados a casa y despertar cansados para que cansados en el trabajo podamos notar cómo la vida simplemente fluya… (Heráclito otra vez tiene razón) No hay espacio para el encuentro, ese de Agustín, de Sócrates, de Jesús en Getsemaní. No hay espacio para reflexionar sobre los para qué y por qué que dan sentido a la existencia. Aquel que tiene ese espacio no puede caminar tranquilo, o es un loco o es antisocial, que no puede convivir con nosotros. Así tildamos a nuestros filósofos, teólogos y otras rarezas varias que, porque no tenemos tiempo para pensarlos, nos parecen no dignos de pensarse. Habrá que pensar como se piensa en Wall Street, en Harvard, en Chicago o habrá que pensar como piensan aquellos genios venidos de estas latitudes. Habrá que transformar la vida en una constante técnica; técnica para estudiar, técnica para trabajar, técnica para hacer familia, técnica para triunfar. La lógica del consumo nos vuelve, de esta manera, insensible ante lo simple, ante lo esencial, ante aquello que es gratuito. Habrá que llenar los vacíos de la existencia con cosas, con preocupaciones, con acciones.

Como padres enseñamos a nuestros hijos que, para triunfar en la vida, tener éxito, tendrás que elegir una profesión que resulte económicamente rentable, tal vez un ingeniero, un médico, informático. Les decimos que deben ser cuidadosos de no juntarse con aquellos que malgastan su vida. Hemos dejado de lado las artes, la música y la filosofía y hemos transformado nuestras escuelas en espacios de cultivo de conocimientos técnicos que nos sirvan en la vida. Hemos despreciado la religión porque nos invita a dar sin esperar recompensa y hemos dado espacio al deporte porque es un ejemplo lúcido del modo en cómo debemos conducirnos en la vida; competir, derrotar y ganar. Nos hemos vuelto ateos porque creer en Dios significa creer y amar al prójimo y para ello, no tengo tiempo y capaz que él (mi prójimo) no se lo merezca.

Esos valores han permeado nuestra educación y nuestro modo de hacer pedagogía. Hemos inaugurado un espacio propio para excluir a los no competentes, es decir, a aquellos que no tienen las habilidades que el dios inventado por el sistema nos impone. Nuestras universidades, facultades y colegios han hecho suyo un discurso que resulta ser análogo al económico. Millas ya lo anunciaba hace unos cuantos decenios atrás.

“Los ideales de nuestra pedagogía han tendido a exaltar el trabajo y la adaptación pragmáticamente, como bienes útiles, aislándolos del contexto de la vida humana total que les convierte en funciones espirituales. Siendo, así, la preocupación por el trabajo se convierte en mero cuidado individual por la subsistencia y la adaptación social en puro conformismo. No es extraño, por eso, ver a nuestros educandos, desde que toman conciencia de su futuro y lo hacen problema de decisiones personales, juzgarlo en función directa de la seguridad y del lucro. La capacitación para el trabajo y para la vida en sociedad ha venido a significar así capacitación para el bienestar económico y el poder personal. Obviamente este resultado es en buena medida función de los hábitos valorativos de una sociedad mercantil (…) para la cual la vida es contienda de ventajas y desventajas económicas, de eficiencia y lucro.”

Será necesario, pues, poner en cuestión nuestros cánones económicos utilitarios que han favorecido la desigualdad en el acceso y en la calidad de la educación. Una educación que es una reproducción fiel de la sociedad excluyente y desigual en la que vivimos. Como afirma Maximiliano Figueroa

“En este contexto, no resulta extraño que el Chile contemporáneo viva contradicciones y descuidos que pueden generar su propio debilitamiento moral y político, que en sus acentos y privilegios arriesgue su propia deriva como sociedad, su vaciamiento de sentido, el empobrecimiento de los imaginarios que podrían dotarle de mayor cohesión, vitalidad y proyección moral. Se espera que un juez sea íntegro, que un médico ejerza con abnegación, que un maestro se entregue dedicadamente a la promoción pedagógica de sus alumnos, que éstos amen el estudio y se entusiasmen con la aventura de aprender, que el funcionario público sea responsable y probo, que la escuela forme al ciudadano de la democracia por venir, etc. Sin embargo, hay muy poco en el sistema que promueva decididamente estos valores y estas integridades. Los dados de la estimación y el reconocimiento social están cargados: apuntan a la privatización de la existencia, a la indiferencia frente a la suerte de los otros, a desembarazarse del compromiso con la construcción y corrección de la sociedad, a la competencia y el éxito económico como objetivo existencial individual. El modelo identificatorio general que se nos propone es el del individuo que gana lo más posible y disfruta lo más posible, en una sociedad en la que uno no gana por lo que vale, sino que uno vale por lo que gana.”

Un país que emprende la tarea de repensar su sistema educativo, ha de evitar la superficialidad de olvidar que los jóvenes, los educandos, concurren a ese proceso con su humana búsqueda de identidad y sentido. Debiera tener presente que identidad y sentido también constituyen una necesidad para un pueblo que pretende ser algo más que un agregado de individuos que se asocian y afanan en la empresa  funcional que demanda el paradigma absorbente de la producción y el consumo. Vivir, no sólo sobrevivir, es quizás el anhelo más profundo de los seres humanos.

b)     Momento teórico:

Para ello, se hace necesario plantearnos en serio la pregunta por los contenidos de la educación que queremos para una sociedad como la nuestra, preguntarnos por aquello que debemos esperar de los individuos que formamos en nuestras instituciones educativas. En otras palabras, debemos reformular el objetivo último de la tarea educativa que no puede ser otra que la de una educación con vocación reflexiva, que esté en permanente actitud de sospecha e inquietud por el devenir histórico del ser humano. Una educación centrada en el nosotros que construye comunidades solidarias, valor negado por nuestra civilización occidental.

Toda educación es esencialmente, ya lo decía Kant, una actividad exclusiva del ser humano, que lo hace ser lo que es, y que como tal, implica sopesar siempre que la tarea educativa no se realiza ajena a las vivencias educativas de nuestros educandos y de su contexto. La educación debe ser la anticipadora y forjadora del ideal de sociedad que deseamos construir.

c)     Momento Propositivo:

La identidad de un país no está constituida sólo por el número de sus habitantes, por el espacio geográfico que ocupa, por lo que compra y vende en sus relaciones comerciales, sino ante todo por la idea que tiene de sí mismo, por su autoimagen moral como sociedad. Todo país requiere definir ciertos marcos de sentido para guiar su construcción en el tiempo, para fundar los vínculos de cohesión y colaboración en que pueden llegar a unirse sus distintas generaciones. Plantear preguntas sobre nuestra identidad es parte de un proceso por el que decidimos qué haremos en el futuro, en qué trataremos de convertirnos. Es en este contexto que proponemos considerar las siguientes palabras de Giannini: “La escuela es la gran institución re-flexiva por la que la sociedad se vuelve a sí misma, para reconocerse e ir, en el tiempo descubriendo, formulando y confirmando sus propios valores. Así, la gran tarea de preservación cultural en este siglo consistirá en ofrecer en la escuela y en la educación, en general, un bagaje de contenidos y actividades que permitan al estudiante reconocer, respetar y cultivar un mundo comunitario; sus modos tradicionales de sintonizar con la naturaleza y de pactar con ella, de invocar a sus dioses; que le permitan asimilar espiritualmente (comprender) las experiencias pasadas y tejer, a partir de sus propias posibilidades, sus proyectos y esperanzas.”

Por último, creo que toda educación está en estrecha relación con la sociedad política, pues sólo existe una sociedad política allí donde existen sujetos educados que la hagan posible, por lo que debemos apostar por una educación que salga de la lógica de la autoreferencia, de las desconfianzas y a la lucha de intereses y construir un sistema educativo que esté comprometido con ciertos valores compartidos por todos en el que los sujetos sean capaces de pensar, de actuar autónomamente, pero conscientes que la experiencia democrática, si se ha de tomar en serio, exige del trabajo de una sociedad que se la juegue por aquellos ideales que han de ser plasmados en las aulas y los patios de nuestras instituciones educativas. Aquello debe ser el gran desafío de nuestra educación; generar personas con conciencia crítica que puedan preservar esta tan débil y frágil democracia.