martes, 7 de julio de 2009

La Influenza in-humana


Todos sabemos que padecer una enfermedad nos ubica en un plano existencial distinto del que no la posee. Enfermarse es un síntoma inequivoco de la debilidad de la existencia humana y se convierte en un imprevisto que, no sé porque extraña razón, no es previsto.


Nos acostumbramos a la salud, sabiendo que ella no es más que un instante, a veces más largo otras más breve, de la ausencia del padecimiento. El que sufre padece un sufrimiento, el enfermo padece una enfermedad. Un enfermo logra en el mejor de los casos enfrentarse con aquella realidad que siendo en él, le es ajena; mirar la vida desde el padecer. El pathos nos permite recobrar la importancia de nuestro cuerpo, que en estado saludable, no es más que un instrumento inconsciente de la vitalidad que mostramos. El padecer es un monumento a la fragilidad, a la constatación empírica y, porque no, ontológica, de la carencia existencial; el enfermo no es más que el gráfico mostrario de la inanidad inminente.


El enfermo está llamado a hacernos vibrar con el regalo de la vida, a no acostumbrarnos a la inmortalidad del existir. El enfermo, es el icono inverosimil de la convivencia con la muerte, y por lo tanto, a vivir auténticamente la vida.


El enfermo es, a fin de cuentas, nosotros mismos en estado patente de padecimiento. Por lo mismo, la enfermedad es un contagio, ¡qué lamentable si no lo fuera!, del futuro más próximo que seremos.


La publicitada pandemia de influenza humana que los medios de comunicación nos han hecho padecer es antagónicamente distinta a mis anteriores reflexiones. Al enfermo, se le aisla para no contagiar a otros, para no hacernos padecer su enfermedad. El enfermo, mostrario de la fragilidad humana, se le encapsula y se lo remite a vivir ajeno a los otros. Convirtiéndolo en un ajeno a sí mismo, a alienarse, por culpa de un padecimiento que, según otros, no somos dignos de compartir. El contagiado, insisto en la palabra, es un contagiado del padecimiento que en el enfermo sufre toda la especie humana. Unos la vivirán más radicalmente otros, en menos intensidad.


Al enfermo se le aisla para que no nos contagie la certeza de la precariedad de la vida, para que no nos llame a meditar sobre las seguridades infundadas sobre las cuales cimentamos nuestros actos y proyecciones. La enfermedad, no es bienvenida en el bullicioso mercado de aquellos que venden inmortalidades. La enfermedad es lo contrario al confort de los ilusos que abundan por miles de millones. Ese es el contagio al que no estamos dispuestos afectarnos. Nos cuesta trabajo reconocernos pacientes y estamos sentados sobre la butaca del agente. Ocultamos el sufrimeinto porque en última instancia, es el corolario del fracaso último y definitivo de todo lo que hacemos y vivimos. El corolario de deseos inexplicables por lo seguro que son; mañana nos vemos, dejemoslo para otro dia y otros a largo plazo. La enfermedad es la prognosis de lo que puede ser de manera cierta.

jueves, 2 de julio de 2009

A propósito del Espejo

“Es preciso saberse amar a sí mismo, con amor sano y saludable, para saber soportarse a sí mismo y no vagabundear.”(Así habló Zaratustra, Nietszche)

Erick Fromm establecía la necesidad de saberse amar a sí mismo para poder sentirse realizado en la vida. La importancia de éste consistía, según él, no tanto en amar como en sentirse amado y el lograr que las personas puedan alcanzar esa condición es un trabajo que no muchos estarán dispuesto a hacer. La posibilidad de sentirse amado es una actitud que se debe cultivar, que se debe transformar en un hábito, es decir, las personas deben habitar en el amor de tal modo que ello signifique un existir en el amor, con el amor, desde el amor.


Saberse amado es uno de los aspectos más gravitantes del existir humano, pero es también la deuda que todos traemos cargada en nuestras mochilas vitales. A veces esa deuda se transforma en una vorágine de tempestuosas negaciones y afirmaciones sobre uno mismo y sobre los demás que hacen insoportable la vida propia o la de otros.


Paradigmático es el caso Jackson, quien, desde mi perspectiva, careció de un correcto amor a sí mismo. Según él afirmaba una de las acciones que él nunca realizaba era “mirarse al espejo”. ¡Qué dolorosa afirmación! El que no se mira al espejo evidencia la incapacidad misma de reconocerse único, de reconocerse persona, de soportarse…. Mirarse al espejo es la actitud de aquel que está tranquilo con el regalo de ser él mismo, con la bella oportunidad de saberse diferente, de serle indiferente lo que él es en sí mismo. Amarse, significa mirarse a sí mismo y aceptar aquello negativo que tengo para poder corregirlo, pero significa, sobre todo, reconocerse con un lugar especial en el cual sólo yo puedo estar y no otros.


Quien lo iba a pensar que quien cautivaba a muchas fans por su histriónica figura, fuese un sujeto lleno de temores, debilidades y amarguras. Un hombre, que en apariencia lo tenía todo; fama, poder y dinero. Murió como el más pobre de todos, ocultándose a sí mismo, soportando la miseria interna que, al fin, le cobró la palabra. Adormeciéndose la vida para no vivir lo que a él le tocó vivir, siendo feliz solamente sobre el escenario. Qué triste vida es la del hombre que renunció a ser hombre para ser un eterno niño, un eterno jugador de si mismo, entre los rincones de su alma aprendió a negarse y a pigmentarse sobre su piel la piel que nunca dejó de ser suya.


Qué triste vida es la de aquel que teniéndolo todo no es capaz de amar…Nietszche ya lo decía… Quien no se ama sólo puede ser considerado un vagabundo de si mismo.


Ricardo Montes Pérez
© Doctor en Filosofia