martes, 18 de diciembre de 2012

LA EDUCACIÓN, ENTRE LO URGENTE Y LO IMPORTANTE


Ricardo Montes Pérez
Licenciado en Educación
Magister en Ética Social y Desarrollo Humano
Doctor en Filosofía


¿Puede un filósofo impedir filosofar? Se preguntaba Nietzsche en su primera conferencia sobre el provenir de la educación. Nosotros podríamos preguntarnos siguiendo la misma inspiración si puede un concepto de hombre, de sociedad y de educación impedirnos educar. Tal vez sea necesario, y eso creo hace falta resaltar lo medular que resulta clarificar aquello para poder comprender si la disyuntiva a la que nos vemos enfrentados puede ser de algún modo resuelta o vislumbrada.

Nietzsche nos señala en el mismo texto que se dan en nuestra educación dos grandes tendencias: Unas que favorecen la ampliación y difusión lo más posible de la cultura y otras que optan por restringir lo más posible el acceso a ellas. La primera, exige que la cultura sea accesible a la mayor cantidad de personas posibles y la otra, que pretende que ésta abandone tan nobles ideales y se ponga al servicio de otras formas de vida cualquiera.

1.       LA EDUCACIÓN ENTRE EL TENER Y LA UTILIDAD

Toda educación es una conjunción de los tres tiempos que conforman la vida de las personas. Es esencialmente una confluencia del pasado, presente y futuro. En relación con el pasado, en ella, los educandos recepcionan los conocimientos adquiridos por la experiencia humana, es decir, la historia juega un rol fundamental en el introducir a la persona a la experiencia de lo humano. Este bagaje adquiere sentido en la medida en que hace que estos sujetos se encuentren capacitados para vivir en sociedad, para manejar los elementos fundamentales de la cultura a la que acceden y de las cuales se sienten pertenecientes. Toda cultura, por definición, hace del ser humano un ex animal, es decir, hace que éste deje de ser uno más en la biósfera y se constituya como un ser humano miembro de la especie de los humanos.

El carácter más general y fundamental de una cultura es que debe ser aprendida, o sea, transmitida en alguna forma. Como sin su cultura un grupo humano no puede sobrevivir (a menos que asuma una cultura diversa, más o igualmente eficaz, caso en el que mutará concomitamente su naturaleza toda) es en interés del grupo que dicha cultura no se disperse ni se olvide, sino que transmita de las generaciones adultas a las más jóvenes a fin de que éstas se vuelvan igualmente hábiles para manejar los instrumentos culturales y hagan así posible que continúe la vida del grupo. Esta transmisión es la educación.

La educación es pues un fenómeno que puede asumir las formas y las modalidades más diversas, según sean diversos grupos humanos y su correspondiente grado de desarrollo; pero en esencia es siempre la misma cosa, esto es, la transmisión de la cultura del grupo de una generación a la otra, merced a lo cual las nuevas generaciones adquieren la habilidad necesaria para manejar las técnicas que condicionan la supervivencia del grupo. Desde este punto de vista, la educación se llama educación cultural en cuanto es precisamente trasmisión de la cultura del grupo, o bien educación institucional, en cuanto tiene como fin llevar las nuevas generaciones al nivel de las constituciones, o sea, de los modos de vida o las técnicas propias del grupo.

            Visto desde aquí podemos decir que la educación juega un rol no menor en la configuración de nuestra cultura. Pero la pregunta que nos surge es ¿De qué cultura la educación se hace regenadora? ¿Qué énfasis promueve nuestra cultura que reproduce nuestra educación? Me permito señalar sólo dos, a parte de la que ya se han enunciado; El tener y la utilidad.

a)       El tener:          No nos referimos aquí al tener como cualidad antropológica del ser humano, en cuanto que es ante toda definición que podamos hacer de él primeramente, un poseedor de esa definición (por ejemplo, cuando decimos que el hombre es un animal racional lo que decimos antes que ello es que el ser humano tiene racionalidad) sino que nos referimos al tener socioeconómico como condición indispensable para ser en nuestra cultura. Como dice Fromm, la gran promesa del hombre moderno es el progreso. Entiéndase por progreso aquella posibilidad humana de poseer una mayor y mejor calidad de vida, a la posibilidad de dominar la naturaleza, de la abundancia material y de alcanzar la felicidad para el mayor número de personas, entendida como la satisfacción indiscriminada de deseos materiales. Una cultura que privilegia el egoísmo a tal punto de hacer de éste el pilar de un modo de ser, de una ética, de un modo de concebir la vida  que reduce todo a la esfera de lo productivo, de la posesión individual de ciertos bienes que a su vez, son inventados por el comercio y promovidos por la publicidad.

 Vivimos en una cultura donde el tener configura a la persona en un eterno competidor y a los otros como rivales. Se da una necesidad de tener y quien carece parece esfumarse en el profundo espacio de la frustración existencial; es un perdedor, un indigente, un enfermo, un desadaptado social. Esta experiencia del egoísmo permite permear todas las realidades humanas, desde la más personal hasta la política y demás está  decir la económica. Egoísmo, o centralidad del tener, que hace que los gobernantes antepongan sus intereses personales a su responsabilidad social. Que hace que las personas se vean sometidas al capricho del endeudamiento que los aliena; consumir viene a ser el nuevo nombre de la paz, hasta que no puedas seguir solventando ese consumo. Quien no tiene no merece un trato digno, una educación digna, una salud digna. Merece, desde esta lectura, ser invisibilizado.

Vemos con patética indiferencia los rostros de millones de personas  a quienes les falta lo mínimo para sobrevivir. El egoísmo individualista, propiciado por una ideología economicista, que nos condena a privatizar los espacios de encuentro y colaboración mutua que necesitamos para reconocernos miembros de una gran familia; la familia humana. Hemos preferido la seguridad ciudadana  a la convivencia comunitaria, el miedo, expresado en detalles tan obvios como la proliferación de alarmas y sistemas de seguridad en nuestras casas) al diálogo, la policía a la mesa de diálogo para no dañar mis intereses, el engaño a la verdad, etc. Los datos estadísticos son patéticos y no podemos abstraernos de ellos; se hace urgente propiciar una nueva cultura, una nueva economía, una nueva manera de concebir un ethos, ajeno a la indiferencia e individualismo que nos acecha. Se hace necesario reconstruir lo más original que hay en el hombre, sus fundamentos últimos que nos devuelva la confianza y por sobre todo, la empatía y la simpatía, ante y frente al otro. Sólo si somos capaces de recuperar ese “Ser junto a otro”, propio de la condición humana,  podremos llamar al corazón humano sin el miedo a no ser escuchados.

b)      La Utilidad:    La cultura que nos asiste es una cultura que ha puesto de relieve un determinado ethos, es decir, un determinado modo de ser en el mundo. Este ethos está centrado en la obtención de ganancias. Toda la actividad humana está traspasada por la lógica de la opulencia.

Estamos en presencia de una mentalidad utilitarista que reconoce en el esfuerzo individual el único sentido de la acción humana. Lo especial de la situación actual radica en que se multiplican las señales que indican que esta marcada estimación utilitaria no ha hecho más que acentuarse en un sistema-mundo que se articula en lógica economicista, que integra todo en clave precio-ganancia-utilidad, que erosiona el bien intrínseco de las actividades humanas[1] y que amenaza con convertirlo todo en negocio, (de eso el fútbol nos da la mejor señal, lo que es por esencia un deporte se ha transformado en una maquinaria monopólica que entrega excedentes insospechados aún y de los cuales de seguro,  más adelante nos avergonzarán), apuntando a promover un sujeto con incapacidad crítica y falta de iniciativa moral[2] frente a un orden que en el privilegio de la mera funcionalidad no propicia, verdaderamente, ni la una ni la otra. Un orden que nos invita a sentirnos atraídos por el ethos de un modo de vida armonizado con el mercado mundial, que espera que cada ciudadano consiga, por ejemplo,  la educación necesaria para convertirse en un empresario que gestiona su propio capital humano. Resulta desaconsejable hablar de solidaridad en un contexto socio cultural y económico, y por lo mismo político, donde reside la ausencia de la centralidad del otro. Esto se evidencia, por poner sólo un ejemplo, en el mundo de la política donde  todo se transforma en ganancia, es decir, todo lo que se hace se hace con pretensión de satisfacer los deseos propios que se han propuesto como finalidad de algún determinado sujeto.[3] Una sociedad midástrica que desea y busca que todo aquello que toque se convierta en oro, pero que con ello pierde el sentido de la cercanía y la proximidad

Paradójicamente, la vigencia de los cánones económico-utilitarios aparece, en los hechos, fortaleciendo la desigualdad en el acceso y en la calidad de la educación que reciben los individuos, al menos en países como el nuestro. De esta manera, se hace inevitable que esta retórica que vincula educación y desarrollo resulte sospechosa al no reflejar, al mismo tiempo, impulsos efectivos hacia la inclusión y equidad en el sistema educativo. Quizás no hay accidente en esto, sino la evidencia de un proceso que no logra inscribirse en un proyecto de desarrollo con auténtica irrigación ética, que simplemente no tiene la justicia social como meta que decide y anima su impulso.

¿Cómo educar en una cultura que favorece estos ideales? ¿Qué es lo urgente hoy que habrá que educar o señalar como digno de resaltar; la competencia, la eficiencia, la economía, la supeditación de lo público a lo privado, la forja de un sujeto unidimensional, inseguro, incapacitado para la convivencia, enamorado de su propio porvenir?

2.              OTRO MODO DE HACER EDUCACIÓN

Partamos de una constatación kantiana fundamental: sólo mediante la educación podemos dar forma a la existencia humana. Estamos convencidos de que la persona tiene en sí misma un germen de bien y que la educación es la herramienta propicia y única mediante la cual éste puede desarrollar este bien, de pasar del ser al deber ser. La educación hace al hombre, sin educación, nos señala Kant, el hombre no es nada. La educación representa la estructura constitutiva y constituyente de la comprensión y despliegue de la moralidad, ni más ni menos, que el proceso en el que se articulan los esfuerzos y cuidados dirigidos a la habilitación del ser humano como tal.

Siguiendo a Kant podríamos decir que la única forma de responder  a la urgencia por los cambios que necesitamos como sociedad para forjar una nueva cultura pasan necesariamente por un nuevo modo de educar. Pasan por una comprensión del ser humano esencialmente distinta. A modo de propuesta podríamos decir:

a)       La comprensión del hombre como un ser Social: Esto no es nuevo y todos lo tenemos intelectualmente interiorizado. El hombre es un ser social, quien por medio del lenguaje, es capaz de entablar relaciones significativas con el otro.

b)      Educar en la autonomía: Educar para la autonomía: sentido ético más profundo de la educación (habilitar para la adultez, poner los cimientos de la persona adulta) Su desarrollo implica un proceso (desde que el niño arme por sí mismo su mochila hasta el joven que diseña su proyecto de vida) La educación es un  proceso de niño a joven. Formar para la autonomía: es formar para la libertad. Libre: el que sabe quien es. La educación ha de propiciar que el estudiante SE CONOZCA, SE RESPETE, SE AME…en lo que verdaderamente es y quiere.

La educación debiera fomentar el sentido de la singularidad, el valor de la individualidad: ¡Que tú existas hace una diferencia! Así la educación honra el milagro del nacimiento, la llegada de lo nuevo al mundo. Celebración de la vida nueva. Todo nacimiento representa en el mundo la posibilidad de un nuevo comienzo.


c)       Recuperación de la memoria, valorización del pasado con vistas al futuro y en intimo encuentro con el presente: El hombre, heredero de la modernidad, se ha visto desarraigado de sus fundamentos más íntimos. Ha visto perdido sus raíces y ha roto sus vínculos que lo religaban con la tradición, las instituciones, los demás y con lo sagrado. Esto se ve graficado en la despreocupación de las herencias con el pasado; el hombre moderno vive un proceso continuo de olvido  de la riqueza del pasado, en un permanente descuido de lo que ha dado lugar a su ethos, de lo que ha llegado a ser. Esta ruptura con el pasado, si bien ha traído progreso y bienestar, lo ha vuelto hacia fuera, lo ha trasplantado y condenado a ser un hombre que no tiene origen y que se esconde de todo; un constante fugitivo de sí mismo.  Esto lo expresa Heidegger al afirmar la preeminencia de un pensamiento calculador. El hombre vive sometido al predominio de un cálculo “que se deja leer en esa búsqueda de usufructos y funcionalidad, de objetivación y de control, de rendimiento y de utilidad, que se verifica en casi todos los frentes de la sociedad contemporánea.”  Olvidando que el hombre vive su historia en diálogo con la realidad histórica ya existente, y que no puede hacerse sin historia, se ve continuamente afectado por ella.  Zubiri ha hecho notar la importancia del pasado: “Somos el pasado, porque somos el conjunto de posibilidades de ser que nos otorgó al pasar de la realidad a la no realidad. Por esto, estudiar el presente es estudiar el pasado, no porque éste prolongue su existencia en aquél, sino porque el presente es el conjunto de posibilidades a que se redujo el pasado al desrealizarse.”

d)      Educar en humanidad que no es lo mismo que educar en humanidades:    Educar en humanidad implica comprender que no hay educación sin otros, que son los otros los que me dan la humanidad. Nadie se hace humano sólo

e)       Educar a sujetos reflexivos: Estamos en presencia de la huida del hombre de sí mismo que lo ha hecho carente de interioridad, se verifica en la cultura de la vorágine y del  ruido, que no deja espacio al silencio, a la meditación y a la comprensión de sí mismo. La sentencia dada a Sócrates en Delfos sigue siendo un desafío del hombre moderno para consigo mismo. Una deuda que sólo puede saldar si recupera los espacios de meditación, de recogimiento y de admiración hacia sí mismo.

Lo anterior va acompañado de una creciente homogeneidad del ser humano; el hombre vive arrojado en el anonimato que lo disgrega entre la impersonalidad y la masividad.  Este carácter masivo de la persona ya ha sido planteada por varios filósofos, baste citar a J. Ortega y Gasset en su libro “La rebelión de las Masas” o el ya citado M. Heidegger, quien se ha apurado en señalar que el hombre moderno vive en el “se impersonale”. Este olvido de la identidad personal y el arrojo al consumo y el “destape” de aquellas manifestaciones que los hacen sentir libres no siéndolo.

f)        Educar con sentido: El hombre moderno es un sujeto mediatizado, donde el fin ya no es buscado en sí mismo; casi ni siquiera importa. El ritmo acelerado de la vida no permite la búsqueda de un sentido más utópico que el mero bienestar económico. La sobreabundancia de algunos deja una senda de tristeza en el corazón. Así lo expresa Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio “Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la crisis de sentido.”  “El tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre (moderno) debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz” Lo  que puede ser verdad para unos para otros puede que no exista.  O lo que Victor Frankl señala en su texto el hombre en busca  de sentido. “hoy ya no vivimos en una época de frus­tración sexual, como en lo tiempos de Freud, sino en una época de frustración existencial. La psiconeurosis -piensa él - es, en última instancia, un sufrimiento del alma que no ha encontrado su senti­do. El fracaso del "para qué" de la vida, del "sentido", ha engen­drado el hastío, ese "hastío de civilización" que, en las sociedades de consumo, corroe como un ácido todos los momentos de lucidez. Se nota sobre todo en los países en que se ha resuelto el problema económico y el hombre tiene tiempo para encontrarse a solas con­sigo mismos

Muchas Gracias!



[1] En ética profesional hablamos que las profesiones están traspasadas por dos tipos de bienes: los intrínsecos, que son propios e inherentes de una profesión y mediante los cuales ésta adquiere legitimización y racionalidad y los bienes extrínsecos que se derivan de los bienes intrínsecos y que son posibilitados por éstos que son el dinero, el prestigio y el poder. Lo incorrecto, desde mi manera de ver, es que hemos invertido el grado de importancia de valores.
[2] Notemos que en nuestros sistemas educativos, no solamente el chileno sino que en varios países latinoamericanos e incluso europeos, hay un énfasis en la privatización cada vez más acentuado del curriculum escolar. Como padres enseñamos a nuestros hijos que, para triunfar en la vida, tener éxito, tendrá que elegir una profesión que resulte económicamente rentable, tal vez un ingeniero, un médico, informático. Les decimos que deben ser cuidadosos de no juntarse con aquellos que malgastan su vida. Hemos dejado de lado las artes, la música y la filosofía y hemos transformado nuestras escuelas en espacios de cultivo de conocimientos técnicos que nos sirvan en la vida. Hemos despreciado la religión porque nos invita a dar sin esperar recompensa y hemos dado espacio al deporte porque es un ejemplo lúcido del modo en cómo debemos conducirnos en la vida; competir, derrotar y ganar.
[3] Los casos de corrupción recientemente dados a conocer son la punta del iceberg de una cultura que tiene una creciente y cada vez marcada concepción de que lo público está al servicio de los bienes privados.