domingo, 21 de julio de 2019

LA OCUPACIÓN DEL CONSUMO

Nietzsche en su escrito denominado “El porvenir de nuestros establecimientos de enseñanza” afirmaba: “en esta inversión de los conceptos morales se pide una cultura “rápida”, para poder ser pronto un buen ganador de dinero, y al mismo tiempo, una cultura fundamental, para ser un ganador de “mucho dinero.”[1] Afirma tempranamente una de las notas características de este nuestro tiempo.

Vivimos en una cultura centrada en el consumo, partiendo por el consumo más básico hasta la invención de magníficas necesidades para justificar magníficos consumos. La salud, la Educación y la Vida giran en torno a la maquiavélica dictadura de la lógica utilidad – ganancia – consumo. Sin lugar a dudas, todo aquello que somos ha dado paso al todo aquello que tenemos, como queriendo sostener con ello la supremacía de un concepto de persona y sociedad en la cual sólo es digno de una vida digna aquel que puede sobrevivir. Así la preocupación central de nuestras familias es el modo en cómo sobrevivimos adecuadamente ante un sistema despiadado que si no posees los recursos necesarios para ello, lo más seguro, es que la muerte se adelante o la vida se transforme en un querer desear la muerte angustiosamente. Lo externo es, para nuestras sociedades, ontológicamente más decidor que lo interno. Y si lo interior fuese importante es porque hay algunos que han colmado tanto lo externo que tienen tiempo (y dinero) para ocuparse de lo interno. Tal vez, por ello, la filosofía ya no sirva en estas sociedades porque ella es esencialmente una preocupación por lo interno que, por estar volcados hacia fuera, no hay cabida a tan inútil expresión de la realidad.

Estamos sometidos en una cultura de la ocupación que, para hacerla efectiva, exige previamente nuestra preocupación. Las personas viven ocupadas en “lo suyo”, en aquello que les dará dividendos, en la centralidad de lo económico cuya espada señala lo realmente importante. El secreto está en pasar, esencialmente, pasar y no pensar. Quien piensa pierde su tiempo en querer dilucidar cuestiones que, bien merecen, no ser pensadas. Vivimos en el agotamiento diario que nos hace llegar cansados a casa y despertar cansados para que cansados en el trabajo podamos notar cómo la vida simplemente fluya… (Heráclito otra vez tiene razón) No hay espacio para el encuentro, ese de Agustín, de Sócrates, de Jesús en Getsemaní. No hay espacio para reflexionar sobre los para qué y por qué que dan sentido a la existencia. Aquel que tiene ese espacio no puede caminar tranquilo, o es un loco o es antisocial, que no puede convivir con nosotros. Así tildamos a nuestros filósofos, teólogos y otras rarezas varias que, porque no tenemos tiempo para pensarlos, nos parecen no dignos de pensarse. Habrá que pensar como se piensa en Wall Street, en Harvard, en Chicago o habrá que pensar como piensan aquellos genios venidos de estas latitudes. Habrá que transformar la vida en una constante técnica; técnica para estudiar, técnica para trabajar, técnica para hacer familia, técnica para triunfar. La lógica del consumo nos vuelve, de esta manera, insensible ante lo simple, ante lo esencial, ante aquello que es gratuito. Habrá que llenar los vacíos de la existencia con cosas, con preocupaciones, con acciones.

Como padres enseñamos a nuestros hijos que, para triunfar en la vida, tener éxito, tendrás que elegir una profesión que resulte económicamente rentable, tal vez un ingeniero, un médico, informático. Les decimos que deben ser cuidadosos de no juntarse con aquellos que malgastan su vida. Hemos dejado de lado las artes, la música y la filosofía y hemos transformado nuestras escuelas en espacios de cultivo de conocimientos técnicos que nos sirvan en la vida. Hemos despreciado la religión porque nos invita a dar sin esperar recompensa y hemos dado espacio al deporte porque es un ejemplo lúcido del modo en cómo debemos conducirnos en la vida; competir, derrotar y ganar. Nos hemos vuelto ateos porque creer en Dios significa creer y amar al prójimo y para ello, no tengo tiempo y capaz que él (mi prójimo) no se lo merezca.


[1] Nietzsche, F., El porvenir de nuestros establecimientos de enseñanza, 1959, p 240